martes, diciembre 06, 2005

 

Descenso

El negocio de Almaguer poseé tres cámaras, cuidadosamente ubicadas alrededor de la cama. Estas mandan señal a tres computadoras, que capturan lo que sucede en una noche y luego, dos editores se encargan de recortar y de agregar efectos breves, a veces títulos. También le paga a dos fotógrafos para que tomen capturas de lo que esta sucediendo en el colchón, con cámaras grandes, de esas de once megapixeles y que hasta fotografían el pelo en la pata de la araña. Los fotógrafos entregan el material a los editores, para que ellos “limpien” las fotografías. A mi, supuestamente, me pagará dieciocho mil a la quincena para escribir lo que pasa, del día a la noche de lo que sucede con sus hard workers, cómo él los define. Si a mi, en un trabajo inútil como ese, me paga dieciocho mil pesos por solamente mirar… ¿cuánto le pagará a los fotógrafos o al editor? Cuanto dinero… ¿quiénes serán los clientes que pueden sostener un negocio como este? Y aunque es bastante obvio lo que sucede, ¿en qué consiste el negocio exáctamente? —29 de Noviembre 2003.

Eso lo escribí la primera noche, donde Almaguer me presentó a los fotógrafos y a los editores. Eran hombres bonitos, como él, sin ninguna arruga extra en la cara y la piel limpia. Olían bonito. Supuse que eran sus amigos, conocidos, gente que compartía el gusto por el negocio en el que estaban inmiscuidos. Escribí sus nombres, pero ellos no se veían dispuestos a socializar conmigo, tal vez por órdenes de Almaguer. Sólo nos saludábamos con la mano y a veces de nombre, cuando empezaba la jornada, y después cada uno regresaba a sus casas (excepto yo, Almaguer y el grupo, Luxus, pero eso viene después). Incluso me encontré a uno de los editores, uno que le decían Linus, y para él fue un episodio vergonzoso mirarme en Galerías Insurgentes, comprando unas pilas recargables para mi cámara. Al notar su incomodidad me hice el que no le conocía, pero no fue suficiente porque desapareció, escondiéndose entre la gente, caminando a otro lugar donde estaba seguro que no nos encontraríamos. Fue entonces que comprendí que Almaguer me tenía aparte de los editores y de los fotógrafos. Aunque compartíamos la labor de registrar, yo estaba separado de ellos.

Almaguer me invitó la misma noche del regaderazo. La primera noche, cien noches. En su carro, un BMW azul, me platicó que tenía un trabajo para mi, que podría escribir para él si quería, que necesitaba alguien que guardara un registro personal de las cosas, de sus trabajadores, de Luxus, porque le parecía un buen servicio al cliente y porque de alguna manera, eso querían, o eso pedían sin saber como pedirlo, porque de esos se trata, me dijo Almaguer, de buscar en los clientes lo que piden, y si no lo piden, insistirles en cuánto lo necesitan. Yo me encogí de hombros, aún estaba amodorrado por el alcohol, por el dolor de cabeza, medio preguntaba cosas como que había hecho de su vida, que cómo me había localizado y él no me respondía, seguía insistiendo con que yo escribiría para él, claro, si yo quería, y cuánto me pagaría. No tenía trabajo en ese momento, pero no pensaba en dinero. Aún me quedaba mucho dinero en la cuenta (por supuesto, lo suficiente para una boda, la primera, para la mujer de mi vida). Un BMW paseando en las Lomas, un saco Armani ¿o Guess?, aventado ruidosamente en la parte trasera del coche, dieciocho mil pesos quincenales, un poco más de lo que ganaba en mi trabajo antes de que me corrieran por bebedor, por las faltas, porque ella me dijo que no quería casarse.

El BMW se subió a la banqueta y se estacionó frente a una entrada. Me le quedé mirando y recordé cuán engañosas eran las casas de las Lomas, con sus entradas grandes, fuertes, robustas, como de fortaleza y por dentro se extienden terriblemente, como si fueran un mundo dentro de la ciudad pequeña que les mantenía. De noche, las casas de las Lomas eran peores, caras pero lúgubres. Trescientos veintiuno, decía el número de hierro, y el portón de madera. Almaguer apagó el motor de su coche, las luces y descansó las manos en el volante, puedo decir, que aquella noche, le restaba un poco de humanidad o se acordó de aquella mentira piadosa, de nuestra supuesta amistad. No duró mucho tiempo porque le brillaron los ojos y su cara limpia presentó al empresario, al político.

—Ya llegamos a la casa. Antes de presentarte con el grupo, necesito saber si quieres hacerlo. Me gustaría que fueras tú, por los viejos tiempos —me dijo Almaguer. Yo me le quedé mirando, sentí una acidez en la garganta, una pequeña jaqueca, mis ojos se estaban resbalando suavemente por la cuenca.

—No entiendo nada. No sé que quieres de mi.

—Quiero que escribas, como en la preparatoria. ¿Te acuerdas?

—¿Estas dispuesto a pagarme tanto por escribir? ¿Y de qué voy a escribir? —pregunté. Luego recordé que en la preparatoria escribía pura porquería, por eso me hice ingeniero.

—Tienes que decirme que sí o que no, primero. No te vas a arrepentir —suspiró, luego sacó un cuaderno bonito de alguna parte de los asientos traseros del coche, forrado de piel, me lo entregó y me dio una pluma fuente que estaba en el bolsillo de su camisa—. Ten, no vas a poder decirme que no.

Tocó el claxon y se abrió el portón de madera. Dos vigilantes armados saludaron a Almaguer y yo recordé que era hijo de licenciados. Manejó unos metros, miré adelante y había una casa… no, no era una casa, era una mansión. Cuando ves que uno de tus amigos te lleva a una mansión, primero piensas que le esta yendo bien y luego recapacitas. Cuanto se jode uno por rentar un departamento, comprar un coche a pagos, ahorrar para casarte, sin quebrar la ley, y te das cuenta que uno de tus amigos ya se pudo haber casado tres veces, puede tener tres coches en el garage y además, tiene una mansión, cuyo mantenimiento debe costar diez veces lo que me cuesta pagar mis servicios, o dos veces una renta en algún lugar mediocre. Me acaricié la frente y me sonreí.

—Quiero que escribas para mi y si aceptas, vivirás aquí. Mi gente ya debe estar en tu departamento, recogiendo tus cosas, nada más estoy esperando a que te decidas. Te pagaré como hemos acordado. Como todos los del grupo, hay un chofer que comparten o puedes pedir un taxi si quieres salir. Puedes invitar a quien quieras, incluso hacer fiestas, pero tienes estrictamente prohibido hablar del grupo con gente ajena a él.

—¿Cómo puedo hablar algo de lo que no conozco?

—¿Eso es un si?

—Lo pensaré —dije, haciéndome el interesante. Almaguer sonrió con mi respuesta, en ese momento ambos supimos que yo había aceptado mi descenso. Se estacionó, nos bajamos del coche y entramos a la mansión.

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