viernes, diciembre 09, 2005

 

John Lennon, en medio de mi pequeña desgracia.

Ver tanto por ahí, que hablan de John Lennon y su desafortunado asesinato, donde hacen viajes espacio-tiempo en letras y música, para honrar a un hombre creativo… me hace pensar dos cosas: lo que me sucedió en aquel entonces no fue tan importante y lo segundo es cuánto me da gusto que lo hayan matado. De lo primero, tengo mucho tiempo para elaborar. De lo segundo sólo lo haré el día de hoy porque ayer, hace unos años, lo asesinaron. Yo tenía cuatro años cuando el día y mis padres se entristecieron un poco por la noticia. Desde entonces, cada Navidad, le dedicábamos un poco de música y escuchaba a mis viejos hablar de Lennon, de como influía su música en algunos de sus recuerdos. A veces invitaban a sus amigos, y todos reunidos, entre el humo del cigarrillo que en ese entonces no mataba de cáncer, entre la música y la voz profética de aquel cuatro ojos, mientras yo tomaba un chocolate, miraba los rostros evocando los recuerdos de Lennon y de mis viejos, y de sus amigos.

Y no sólo eso. Veinticuatro años más tarde, la gente aún hace lo mismo. Incluso yo lo hago. Por eso me agrada su muerte, porque dudo que él tuviera el mismo impacto mediático si continuara con vida. No hay manera de saberlo. Puede que si algunos sociólogos, antropólogos y músicos, se juntaran a platicar del tema y pusieran las cartas sobre la mesa (estudios enteros de como John Lennon ha impactado a la sociedad moderna), además de otro estudio de la vida entera de John Lennon, podrían pronosticar que haría el día de hoy, podríamos saber si tendría el mismo impacto o si se convertiría en una sombra de McCartney. Nadie lo sabe, sólo podemos jugar con la posibilidad y la melancolía que su muerte obliga. La melancolía. Los recuerdos. La niña masticaba un melocotón.

Azul masticaba un melocotón la mañana del treinta de noviembre y leía “El Túnel”, de Ernesto Sábato.

La madrugada del veintinueve dormí como un ángel, en una cama enorme como la que soñaba para mi casa, con mi mujer. Con sábanas suaves como nunca había sentido, como una invitación a las caricias, como si las sábanas fueran lo único necesario para la intención sexual. Y la mañana, ese día la mañana fue como despertar en Chapultepec unos años antes de que se sobrepoblara. Los pajaritos y el frío me despertaron. Un árbol seco se burlaba en mi ventana. Me asomé por ella y el jardín se extendía hasta el otro lado de la fortaleza. “Detrás del espejo”. Había unas cajas dentro de la habitación marcadas con mi nombre y una nota escrita apresuradamente. “Quemé la mayor parte de tu ropa. Hoy en la tarde tendrás nueva. También te dejé tu desayuno, espero no abuses de él. A.”

Vi la nota un momento. No recordaba que la letra de Almaguer fuese tan descuidada. O tan fea.

Mi desayuno era una botella de Walker, a un lado de la nota. Tacaño Almaguer, tanto dinero y me compra una de Walker. No bebí esa mañana porque me desperté en otra realidad, en un universo alterno, en un sueño. Imaginé por un momento que el mundo estaba en paz, imaginé por un momento que los coches no existían en la gran ciudad. No bebí porque temía regresar a mi departamento, a mi sueño roto, al abandono de Lorena. Miré el whisky, no me decidí si era una tentación o una broma cruel. Guardé la nota de Almaguer en el cuaderno que me regaló y salí hambriento a buscar la cocina.

Azul masticaba un melocotón la mañana del treinta de noviembre.

Abajo, donde estaba todo lo demás, me dediqué a buscar la cocina y terminé por descubrir la biblioteca, el estudio, la oficina privada de Almaguer, el gimnasio, un patio trasero tan grande y presuntuoso como el delantero. Hice ejercicio con esa caminata de veinte minutos, encontré a una señora amable cargando una bolsa de mandado, de unos cuarenta y tantos, con su uniforme de servicio. Le pregunté por la cocina y ella, amablemente, después de darme la bienvenida y su nombre, Carmen, empezó a platicar del mercado y de la mañana tan hermosa que hacía, a pesar del frío. Yo simplemente la seguí, pensaba que sus ganas de platicar eran la guía a la cocina y, afortunadamente, no me equivocaba. La cocina, como todo, era amplia. Fácilmente, si uno quería, podía organizar una fiesta grande sin el temor a que no hubiera espacio. Eso y acceso inmediato al patio trasero lo hacían un excelente lugar para las reuniones. Envidié tanto a Almaguer en ese momento.

—¿Qué va a querer el joven? —preguntó doña Carmen—. Lo que usted quiera aquí se le prepara.

—Unos chilaquiles, por favor señora —ordené gentilmente, en lo que tomaba asiento y me recargaba en la mesa—. ¿Tiene cigarros?

—Doña Carmen, doña Carmen para todos y para usted también. Y si, le puedo regalar uno de los míos, estan en la mesa. ¿Quiere cafecito también?

—Discúlpeme doña Carmen y si, cafecito por favor.

Tomé uno de los cigarros, lo prendí y me puse a fumar, en lo que esperaba el desayuno. Me pareció que podría hacer eso, todos los días.

—¡Buenos días Doña Carmen! Ohhh y muy buenos días a ti —exclamó alguien. Era Azul quien entraba a la cocina y nos sonrió alegremente como si fuese una niña. Estaba en camisón.

Los dos respondimos nuestros buenos días y miré a Azul aténtamente, la plática convencional de Doña Carmen se convirtió en ruido de fondo, en estática de radio, así como las respuestas que le daba Azul, quien caminó directamente al refrigerador, lo abrió y se inclinó para buscar en la parte de abajo. Frutas y verduras, pensé. Aún recuerdo la mañana del treinta de noviembre, porque ese momento, desde el despertar hasta el desayuno, me pareció lo que hubiera querido para mí. Lo que hubiera querido en mi vida. Lo que había visto en comerciales de refrigeradores, en las series gringas de televisión. La mañana del veintinueve de noviembre, fui el hombre común que de un momento a otro se convierte en el modelo aspiracional. Desperté en una habitación, en una cama grande, con una nota invitándome al desayuno, firmada por alguien A (o L, ¿qué diferencia podría haber?). Fui directo a la cocina, recién despertando, y una mujer hermosa me daba los buenos días, oh… y la chacha, pero la chacha no lo planeaba para nosotros, ganaba bien pero no tanto.

—¿Y qué tal estuvo la noche? —me preguntó Azul, quien encontró su melocotón. Dejó descuidado el libro sobre la mesa y jugó con el melocotón en las manos.

—Son muchas cosas para una noche y para un día —le respondí, honestamente—, pero vaya que no he dormido tan bien en mucho tiempo.

Azul sonrió.

—¿Si sabes lo que hacemos aquí, verdad?

—Creo. A menos que solamente les guste tomar café desnudos, en las noches, creo que si sé.

Azul y doña Carmen se carcajearon. Me sorprendió la risa de doña Carmen e hice una anotación mental para después hablar con ella en privado. En ese momento me pareció interesante su perspectiva, aunque más tarde encontraría que era demasiado honesta y simple.

—Almaguer nos platicó de ti y todos votamos que sería buena idea. Aunque, bueno, no nos platicó exáctamente de ti. Nos platicó un… ummm, un trabajo extra. Alguien que hiciera lo que tú vas a hacer pues. A todos nos fascinó, sobre todo al Negro.

—¿Se llama Negro? —pregunté. No quería terminar confesando que la presencia de tamaño negrote me intimidaba, al menos no en el primer día.

—Bruno, pero le decimos Negro, él mismo llegó diciendo que no le molestaba que le dijeramos así.

—Ya va.

—¿No deberías estar anotando todo esto? —preguntó Azul, había algo de travesura en su tono de voz.

—No lo sé, la verdad. No sé muy bien a qué se dedica un bitacorista de un oficio tan particular o que espera Almaguer de mi.

—Almaguer espera de ti lo mismo que espera de todos nosotros —dijo Azul, mordió su fruta y me miró—. Que seas tú.

Asentí lentamente. Doña Carmen me trajo mis chilaquiles y mi café a la mesa. Guardamos silencio y le miré, extrañado, leyendo su libro.

Imagina a la niña masticando un melocotón.

miércoles, diciembre 07, 2005

 

Esa noche.

A todos los del grupo les conocí desnudos: Horacio, el Negro, Azul, Eva, Marcos… estaban en la habitación del registro, las dos mujeres estaban en la cama con Horacio, mientras que el Negro y Marcos compartían un sillón. Almaguer y yo nos jalamos unas sillas que había alrededor. Estaban tomándose un café (excepto Eva, quien tomaba té), después de una de sus sesiones regulares. Reían, charlaban, me apretaron la mano, me incorporaron a la plática, saludaron a Almaguer como si fuese un padre y no debían ser aún más viejos que él (excepto Eva, que debía tener como unos treinta y cinco o treinta y seis años). En ese momento comentaban sus episodios de Los Simpsons y luego de South Park, entonces el Negro, quien se resistía a hablar portuñol, les comentó de Twin Peaks y decidí participar en la plática, ya que había visto varios episodios. Procuré estar de acuerdo en todo lo que decía, sobre todo de aquellos métodos especiales que utilizaba Dale Cooper para encontrar las pistas, de sus sueños y de los palos que aventaba (no pun intended), en lo que mi cerebro registraba la desnudez de los participantes, sobre todo la del negro y su miembro enorme, retándome a que me burlara del cliché. No sé si me vi muy obvio, yo sólo se que platicaba, claro, de Twin Peaks. Aún no puedo creerlo. —29 de Noviembre, 2003.

Eva esta buenísima, para su edad…
Azul esta linda, esta tierna… aparenta ser más joven. Jennifer Conelly.
Marcos es rubio oxigenado.
Horacio parece un tepiteño en esteroides, aunque no habla como tal.
Del Negro, ya no quiero hablar del Negro. Me intimida.
—30 de Noviembre, 2003.

Pornografía entre amigos, pornografía con algo de valor moral, pornografía entre personas con lazos estrechos o cosas en común. Un reality show pornográfico, la nueva novela de la televisora que se les ocurra. Eso vendía Almaguer, quien se había transformado en una especie de padrote moderno. Eso me mostró la primera noche, cuando el grupo estaba reunido, sin intimidarse por la desnudez del otro. Incluso yo, después de veinte minutos de compartir con ellos una charla, un café, y vestido, ya me sentía parte de Luxus. Platicamos de televisión esa noche, Eva y Marcos platicaron de libros, algunos de los cuales había leído y otros de los que no tenía idea. Eva era española. Marcos era argentino. Horacio era sureño, El Negro era brasileño y Azul era chilanga, como un servidor. Ya llevaban en el negocio un año aproximádamente y se reunieron con unos meses de diferencia. Un año intercambiando más que palabras, je, pun intended. Durante el transcurso del tiempo, hubieron otros pero no pudieron adaptarse, no habían logrado un lazo común con ellos. Podía sentir la mirada de Almaguer mientras interactuaba con el grupo, lo miré y por su expresión, podría jurar que estaba orgulloso.

—No fue fácil —me dijo una vez Almaguer—, me tomó cinco años formar un buen grupo como ese con la capacidad de confiar los unos en los otros. Además son muy versátiles, todos ellos, estan dispuestos a vender escenas especiales al cliente, sin miedo alguno o sin derrumbarse por un susto como para echarlo todo a perder. Más de una vez, alguno de ellos ha entrado en crisis pero siempre esta el otro para ayudar, ¿me entiendes? Rara vez acuden a mi para “purificarse”. Son una familia.

Animales, pensé cuando me lo dijo. Animales a los cuales les voy a hacer un estudio.

Me quedé platicando con ellos durante dos horas más, después Almaguer se levantó y les sugirió que durmieran, porque el ejercicio era pesado si no habían dormido y nos excusó, que porque aún tenía que mostrarme mi habitación. Me levanté entonces y volví a estrecharles la mano a cada uno de ellos, les miré los ojos para buscar la verdad detrás de todo ese teatro y, caray, nunca he sido bueno para buscar verdades, de ser así habría sabido que Lorena no deseaba casarse conmigo. Mis instintos se dieron por vencidos y me decían que estaba ante algo genuino. Salimos del Registro, miré a Almaguer durante un momento, estaba frente a un sueño. ¿Cuántos no desearían estar en ello? Aún por morbo, ¿cuántos no quisieran estar presentes y atestiguar una escena de sexo? ¿Y además, Almaguer estaba dispuesto a pagarme por escribir de ello? Parecía que era justo lo que necesitaba después de una negativa de matrimonio y después de perder un trabajo que “porque bebía demasiado”. ¿Cómo podía decir que no?

—Creo que ya te das una idea —me dijo Almaguer, mientras me dirigía por la mansión. Mi cerebro registró lo más básico: Abajo estaba el Registro. En medio estaba todo lo demás. Arriba estaban las habitaciones. Más tarde me enteraría que mi frugal diagnóstico pudo haberme impedido el acceso a una biblioteca y a un estudio, donde desperdicié muchas de mis horas en los días que siguieron—. Lo que necesito de ti es que escribas de ellos. A mis clientes les quiero entregar una especie de diario, de acontecimientos que suceden fuera de las noches, que los hace pensar, que los hace despertar, sus intereses, lo que recuerdan de su tierra y de sus familias. No lo hago en video porque sería demasiado caro y poco práctico. Prefiero que alguien se los escriba y sorpresa, pensé en ti. Quiero que me entregues algo semanalmente, para yo publicarlo en el boletín y ya.

Animales. No respondí nada en ese momento, había muchas cosas que me pasaban por la cabeza, muchas preguntas. No todo estaba lo suficientemente claro, había cosas que no embonaban. Yo aún no me creía que hubiera un grupo como Luxus, que durante dos años tuvieron sus charlitas, su hora del té o del cafecito, mientras estaban desnudos en la cama. Y francamente, cuando conseguía mi pornografía, no me ponía a pensar si los de las fotos eran amigos, o cuates, o compadres, o (en el peor de los casos) hermanos. Tal vez por eso… creo que esta fue mi última curiosidad verdadera.

Jugué al abogado del diablo durante cien noches.

Y gané.

 

Cotidianidad.

Lo pensaré... lo pensaré... lo pensaré... lo pensaré... lo pensaré... lopen saré... lonepares... serapenol... erasnepol... pensaremos pensaremos pensaremos. Pensaremos etérnamente en nuestros muertos y en nuestros ángeles, y en nuestras primeros amores, y los ángeles otravezconsuchingadamadre y los serafines y los querubines y los diablitos, y pensaré en ti, pensaré en todos los azules existentes, en tu nombre hermoso, en tu piel delicada que se marcó fácilmente aquella noche que se me permitió tocarte, pensaré en que no debí pedirle matrimonio, en que debí continuar trabajando y buscar una mujer que estuviera dispuesta, verdaderamente, a quedarse conmigo. Pensaré en mis padres, en aquellos juegos de dominó, interminables, que me ganaron unas hamburguesas, en que empecé a fumar en la preparatoria, pensaré en la sonrisa agradable de Almaguer, en el idiota de Olmedo cuando mirábamos revistas pornográficas y nos hacíamos los interesantes, los juiciosos, hablando de los pechos y de los penes, de si eran de veras tan grandes, en confesar que a veces, nos masturbábamos, pero muy a veces. Diario no es saludable. Sentiríame yo culpable si lo hiciese, por mi educación, y mi falso agnosticismo, que muy escondido guarda a Dios, encerrado en la caja donde le regalaron la mirra o el incienso o la mota. Pensaré en el blog que estoy escribiendo para exorcizar a los demonios, para olvidar o registrar, esos dos años. Pensaré en que Almaguer aún se siente culpable o que desea que ya no me le acerque y es por eso que aún me continua pagando, y yo para hacerme pato, me dedico a desarrollo de páginas web con un grupo de chavitos que me hicieron el favor de "contratarme". Pensaré, pensaremos, pensaré en los muertos y en los vivos, en Santa Claus y la Navidad, en aquella navidad del dos mil tres, en que vimos la nariz r0ja de Rodolfo y reímos como idiotas, como nueces fulgurantes, como dos demonios aullamos en las calles del centro y perseguimos cuanto taxi prometiera estar vacío. En los distintos tonos de azules y en las graduaciones, en que soy un redundante y en que he bebido demasiado, porque son las nueve treinta y siete de la noche y ya vamos a la cama. Y continuaré escuchando *Build me up buttercup*, porque me pone contento, me hace olvidar y me obliga a cantar en voz alta, para empujar con mi alada voz los pensamientos, los recuerdos.

Que horrible es la culpabilidad. Vamos, vamos... relajaos y continuá escribiendo. Sereno moreno, sereno moreno, prometiste que no dejarías este coso y que continuarías, te prometiste que relatarías *fielmente* lo que pasó hace dos años. Usssshhhh... tranquilo, deja de pensar y escríbete. A ver, ¿dónde me quedé ayer? *De pronto me encontré viajando a gran velocidad*... Ya no viste el partido de los Pumas porque te quedaste dormido, eso pasa por beber... ya, ya, mañana lo lees en Google, o de perdis en la tele, cállate y aguanta vara.

Walker de mierda.

martes, diciembre 06, 2005

 

Descenso

El negocio de Almaguer poseé tres cámaras, cuidadosamente ubicadas alrededor de la cama. Estas mandan señal a tres computadoras, que capturan lo que sucede en una noche y luego, dos editores se encargan de recortar y de agregar efectos breves, a veces títulos. También le paga a dos fotógrafos para que tomen capturas de lo que esta sucediendo en el colchón, con cámaras grandes, de esas de once megapixeles y que hasta fotografían el pelo en la pata de la araña. Los fotógrafos entregan el material a los editores, para que ellos “limpien” las fotografías. A mi, supuestamente, me pagará dieciocho mil a la quincena para escribir lo que pasa, del día a la noche de lo que sucede con sus hard workers, cómo él los define. Si a mi, en un trabajo inútil como ese, me paga dieciocho mil pesos por solamente mirar… ¿cuánto le pagará a los fotógrafos o al editor? Cuanto dinero… ¿quiénes serán los clientes que pueden sostener un negocio como este? Y aunque es bastante obvio lo que sucede, ¿en qué consiste el negocio exáctamente? —29 de Noviembre 2003.

Eso lo escribí la primera noche, donde Almaguer me presentó a los fotógrafos y a los editores. Eran hombres bonitos, como él, sin ninguna arruga extra en la cara y la piel limpia. Olían bonito. Supuse que eran sus amigos, conocidos, gente que compartía el gusto por el negocio en el que estaban inmiscuidos. Escribí sus nombres, pero ellos no se veían dispuestos a socializar conmigo, tal vez por órdenes de Almaguer. Sólo nos saludábamos con la mano y a veces de nombre, cuando empezaba la jornada, y después cada uno regresaba a sus casas (excepto yo, Almaguer y el grupo, Luxus, pero eso viene después). Incluso me encontré a uno de los editores, uno que le decían Linus, y para él fue un episodio vergonzoso mirarme en Galerías Insurgentes, comprando unas pilas recargables para mi cámara. Al notar su incomodidad me hice el que no le conocía, pero no fue suficiente porque desapareció, escondiéndose entre la gente, caminando a otro lugar donde estaba seguro que no nos encontraríamos. Fue entonces que comprendí que Almaguer me tenía aparte de los editores y de los fotógrafos. Aunque compartíamos la labor de registrar, yo estaba separado de ellos.

Almaguer me invitó la misma noche del regaderazo. La primera noche, cien noches. En su carro, un BMW azul, me platicó que tenía un trabajo para mi, que podría escribir para él si quería, que necesitaba alguien que guardara un registro personal de las cosas, de sus trabajadores, de Luxus, porque le parecía un buen servicio al cliente y porque de alguna manera, eso querían, o eso pedían sin saber como pedirlo, porque de esos se trata, me dijo Almaguer, de buscar en los clientes lo que piden, y si no lo piden, insistirles en cuánto lo necesitan. Yo me encogí de hombros, aún estaba amodorrado por el alcohol, por el dolor de cabeza, medio preguntaba cosas como que había hecho de su vida, que cómo me había localizado y él no me respondía, seguía insistiendo con que yo escribiría para él, claro, si yo quería, y cuánto me pagaría. No tenía trabajo en ese momento, pero no pensaba en dinero. Aún me quedaba mucho dinero en la cuenta (por supuesto, lo suficiente para una boda, la primera, para la mujer de mi vida). Un BMW paseando en las Lomas, un saco Armani ¿o Guess?, aventado ruidosamente en la parte trasera del coche, dieciocho mil pesos quincenales, un poco más de lo que ganaba en mi trabajo antes de que me corrieran por bebedor, por las faltas, porque ella me dijo que no quería casarse.

El BMW se subió a la banqueta y se estacionó frente a una entrada. Me le quedé mirando y recordé cuán engañosas eran las casas de las Lomas, con sus entradas grandes, fuertes, robustas, como de fortaleza y por dentro se extienden terriblemente, como si fueran un mundo dentro de la ciudad pequeña que les mantenía. De noche, las casas de las Lomas eran peores, caras pero lúgubres. Trescientos veintiuno, decía el número de hierro, y el portón de madera. Almaguer apagó el motor de su coche, las luces y descansó las manos en el volante, puedo decir, que aquella noche, le restaba un poco de humanidad o se acordó de aquella mentira piadosa, de nuestra supuesta amistad. No duró mucho tiempo porque le brillaron los ojos y su cara limpia presentó al empresario, al político.

—Ya llegamos a la casa. Antes de presentarte con el grupo, necesito saber si quieres hacerlo. Me gustaría que fueras tú, por los viejos tiempos —me dijo Almaguer. Yo me le quedé mirando, sentí una acidez en la garganta, una pequeña jaqueca, mis ojos se estaban resbalando suavemente por la cuenca.

—No entiendo nada. No sé que quieres de mi.

—Quiero que escribas, como en la preparatoria. ¿Te acuerdas?

—¿Estas dispuesto a pagarme tanto por escribir? ¿Y de qué voy a escribir? —pregunté. Luego recordé que en la preparatoria escribía pura porquería, por eso me hice ingeniero.

—Tienes que decirme que sí o que no, primero. No te vas a arrepentir —suspiró, luego sacó un cuaderno bonito de alguna parte de los asientos traseros del coche, forrado de piel, me lo entregó y me dio una pluma fuente que estaba en el bolsillo de su camisa—. Ten, no vas a poder decirme que no.

Tocó el claxon y se abrió el portón de madera. Dos vigilantes armados saludaron a Almaguer y yo recordé que era hijo de licenciados. Manejó unos metros, miré adelante y había una casa… no, no era una casa, era una mansión. Cuando ves que uno de tus amigos te lleva a una mansión, primero piensas que le esta yendo bien y luego recapacitas. Cuanto se jode uno por rentar un departamento, comprar un coche a pagos, ahorrar para casarte, sin quebrar la ley, y te das cuenta que uno de tus amigos ya se pudo haber casado tres veces, puede tener tres coches en el garage y además, tiene una mansión, cuyo mantenimiento debe costar diez veces lo que me cuesta pagar mis servicios, o dos veces una renta en algún lugar mediocre. Me acaricié la frente y me sonreí.

—Quiero que escribas para mi y si aceptas, vivirás aquí. Mi gente ya debe estar en tu departamento, recogiendo tus cosas, nada más estoy esperando a que te decidas. Te pagaré como hemos acordado. Como todos los del grupo, hay un chofer que comparten o puedes pedir un taxi si quieres salir. Puedes invitar a quien quieras, incluso hacer fiestas, pero tienes estrictamente prohibido hablar del grupo con gente ajena a él.

—¿Cómo puedo hablar algo de lo que no conozco?

—¿Eso es un si?

—Lo pensaré —dije, haciéndome el interesante. Almaguer sonrió con mi respuesta, en ese momento ambos supimos que yo había aceptado mi descenso. Se estacionó, nos bajamos del coche y entramos a la mansión.

lunes, diciembre 05, 2005

 

Almaguer

Cien noches, pensé, cien noches solamente y entonces regresaré a casa. La primera noche, de haber sabido eso, las cosas hubieran sido diferentes hace dos años. Hoy se cumple el segundo aniversario de aquel día, y me encuentro revisando cada uno de los diarios, esos horribles cuadernos de anotaciones breves, de poemas insulsos, de los textos que me pedía Almaguer, y las anotaciones que pretendían aligerar la carga de aquellas noches con sus días. Cien noches… fueron cien noches exactas, hoy lo acabo de comprobar a través de una lectura concienzuda de las bitácoras (Cuatro y un tercio, en total). Nada más fueron cien noches y, no quiero admitirlo, pero fueron como una vida entera. Hoy me encuentro aquí, reescribiéndolo, tal vez con ello logre ordenar la mayoría de las anotaciones, si tengo mucha suerte podré expiar la culpa. Es eso o la bala que me espera desde hace dos años. Dicen que uno escribiendo resucita, que uno escribiendo puede alcanzar la catársis, la luz, el entendimiento, Dios… si, si tengo mucha suerte podré expiar la culpa.

Almaguer y yo nos conocimos en la preparatoria. Algunos pensaban que éramos como brothers, pero él y yo sabíamos que no era así. Más bien éramos rivales que se tenían respeto por las habilidades, por la condición, que poseía el otro. Claro, era una escuela marista, entonces era fácil para nosotros disfrazar la rivalidad con camaradería, inclusive con amistad… hermandad, en el peor de los casos. Por esas habilidades que adquiere uno en una escuela marista es que somos confundidos con una pandilla. Tal vez, Almaguer y yo, llegamos a creer que fuimos verdaderos amigos en algún momento… era una mentira piadosa. Conforme pasaron los años, descubrimos la verdadera naturaleza de nuestra relación. Que él me dejara en su coche, que yo le ayudara con español y literatura universal, mientras que él me explicaba matemáticas y anatomía, que yo le pagara con unos cigarros y él me ofreciera uno, que jugáramos dominó nunca como pareja, sino el uno contra el otro retando al perdedor a pagar las hamburguesas. A veces, Almaguer era el testigo de mis textos, o mis bocetos de pintura y cuando terminaba de leerlos o de admirarlos, ambos con la misma brevedad, me comentaba de sus números, de sus planes, de su próximo viaje a Europa.

Él era hijo de políticos y yo de licenciados. Estábamos condenados. Cuando se acabó la ilusión de la preparatoria, cada uno partió caminos y se olvidó, yo me hice ingeniero en informática y él… esta escrito en esos cinco cuadernos.

Hace dos años, Lorena me abandonó porque pensó que era muy temprano para casarnos, porque sus intereses eran otros, porque ya no le gustaban mis lentes o por mi cuerpo flacucho. Era la segunda mujer más hermosa que mis manos hubieran tenido. No fue por dinero porque no ganaba mal. Por alcohólico no fue, porque empecé a beber cuando ella me dejó. Y no fue por mi cacto, ni por mis perros, porque no tenía nada de eso. En algún momento pensé que fue por Almaguer, o por Luxus, pero ya no tiene caso culpar a nadie y yo también formé parte de ello. El único culpable de sus acciones, y sus reacciones, es uno mismo… no hay de otra y ya.

En noviembre del dos mil tres, Almaguer vino a mi casa y lo primero que hizo fue meterme a la regadera. Yo todavía no terminaba de reconocerlo, cuando de golpe, con los chorros y el frío, mi boca parió todos los recuerdos distorsionados por el enojo y la borrachera. Él sencillamente me miró sonriendo y le brillaron sus ojos azules, su cabello castaño púlcramente peinado, sus zapatos gucci. Aunque tenía toda la cara para hacerlo, me enteraría después que no pretendía ser político. A ratos, cuando estudiaba en la universidad, me preguntaba cuando vería la contaminación visual que significa ser diputado, papeles y papeles con la cara de Almaguer, y me sonreía. Si él hubiera decidido ser político, no estaría contando esto y no hubiera escrito cinco cuadernos con porquería, manchados de semen, de fluídos, de saliva, de poemas insulsos, de anotaciones, de Lorena, de Azul, de Horacio, de Marcos y del Negro… de…

Azul.

—Vengo a proponerte algo, ¿te acuerdas qué te gustaba escribir en la preparatoria? —preguntó Almaguer, mientras me ofrecía un café y me sonreía con dientes que brillaban al primer contacto con la luz. Después de tantos años, embriagado aún con Lorena y Johnny Walker, venía el cabrón a recordarme que me gustaba escribir en la preparatoria. Me le quedé mirando durante largo rato y cuando descubrí que él podía sostener la mirada tanto tiempo fuera necesario, decidí preguntarle: ¿Qué?

—Tengo un negocio privado y necesito alguien que escriba —Hizo una pausa—. Necesito alguien que escriba como tú.

Cinco cuadernos… cien noches.

Cien noches solamente y entonces regresaré a casa.

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